Nunca había visto una mariposa así de cerca. No durante tanto tiempo. La saqué del agua como habría sacado una hoja, con toda la certeza de que estaría muerta. Tenía las alas extendidas y era preciosa. Era una de esas mariposas grandes, con las alas blancas rayadas en negro que parecen simular en la parte de atrás una especie de cola. La dejé con delicadeza sobre el borde empedrado de la piscina y entonces fue cuando me di cuenta de que todavía estaba viva. Con las alas empapadas pegadas sobre el pavimento peleaba con sus patas para darse la vuelta. Le ayudé a girar con sumo cuidado. Las alas le pesaban tanto que apenas conseguía abrirlas y cerrarlas mientras sacaba y enroscaba su larga lengua. A una de las alas le faltaba un pedazo por la parte de atrás. De hecho, apenas un instante antes me había parecido ver un trozo minúsculo dentro del agua. Durante un rato estuvimos observando cómo abría y cerraba sus alas con mucho esfuerzo. El sol las secaba con rapidez pero el ala rota le hacía perder el equilibrio cuando intentaba moverse.
En ese momento pensé que en el lugar donde estaba alguien podría pasar apresuradamente y pisarla así que decidí dejarla entre la hierba. No tardé en darme cuenta de que aquella idea tal vez no era tan buena como había imaginado porque, nada más dejarla junto al césped, al menos una docena de hormigas acudieron a atacarla. La mariposa abrió las alas e irguió la cabeza pero de nada servía. Las hormigas la atacaban desde diferentes flancos y nada parecía poder evitar que antes o después fuera arrastrada hasta el hormiguero. La ventaja de ser hormiga en que nunca piensan si van a poder conseguirlo o no. Simplemente lo hacen. Y allí donde acude una no tardan en aparecer muchas más para sumar su esfuerzo.
Nuestra primera reacción fue salir al rescate de la mariposa aunque pronto me asaltó la duda ¿Por qué? ¿Quiénes éramos para decidir que la vida de una era más valiosa que la vida de las otras? Pero pronto fui consciente de que había tomado partido desde el preciso momento en el que la había sacado del agua. Aquella ya no era una mariposa más. Era “nuestra mariposa” y automáticamente eso la colocaba en “nuestra tribu”. Espantamos a las hormigas soldado que no dudaron en atacarnos con voracidad para defender su presa y volvimos a acercarla a la orilla de la piscina. Las alas ya se habían secado prácticamente en su totalidad y por un momento parecía que iba a alzar el vuelo. Lo intentaba, se tambaleaba y lo volvía a intentar sin dejar de enroscar su lengua.
Unos instantes después decidimos hacer un segundo intento de reincorporarla al entorno pero en este caso elegimos un lugar un poco más apartado del vaso de la piscina. Luis colocó su dedo delante y la mariposa subió del mismo modo que los hacen nuestros agapornis. Me pareció una imagen increíble en un animal tan absolutamente salvaje. Muy lentamente comenzó a caminar con la mariposa sobre su dedo hasta que llegó a la valla que delimitaba el recinto de la piscina. Detrás, la ladera de un monte lleno de vegetación.
La depositó con delicadeza sobre unos matorrales y justo en el instante en el que su cuerpo rozó las ramas comenzó a volar. Subió y siguió subiendo hasta ocultarse entre las ramas de una morera y desde aquel momento ya no pudimos ver qué fue de ella.
Es imposible saber cuál fue su destino a partir de entonces. Puede ser que tuviese tiempo de colocar sus huevos o tal vez fuese inmediatamente devorada por un mirlo. Sea lo que fuese, la mariposa no hizo otra cosa que ejecutar su papel en el orden natural. Pero quiso ese destino que se cruzase con nosotros, tal vez para darnos la oportunidad de verla tan de cerca, tan espléndida. Para que tuviésemos la ocasión de descubrir esa manera tan peculiar que tienen las mariposas de enroscar la lengua.
Desde lo alto de los sauces se escuchaba persistentemente el sonido de las chicharras.
Chicharras,
nadie plantó los pinos
en la ladera.


