Vivimos demasiado rápido. Es una obviedad, todos lo sabemos pero nos cuesta bajar la velocidad y pararnos a observar con detenimiento todo lo que tenemos alrededor.
Hace unos años el haiku llegó a mi vida en un momento personal complicado y me ayudó a abrir los ojos y mirar mi entorno de otro modo. Con más calma y con más cariño. Con la mirada abierta de curiosidad.

Tiendo a olvidar esa perspectiva con mayor frecuencia de la que me gustaría, pero por suerte, hay mecanismos que la reactivan casi de manera automática. Uno de ellos es pasear por la naturaleza y observar, yo diría que con devoción, lo más pequeño. Y cuando hablo de observar realmente no me refiero exclusivamente al sentido de la vista. Observo con los ojos pero también con el oído, el tacto el olfato e incluso el gusto.
El fin de semana es un momento ideal para mí para renovarme por dentro. Posiblemente por tener una agenda menos marcada me resulta más sencillo encontrar un momento, ese ratito, para conectar con lo que de verdad importa.

Dentro de esos propósitos que no soy capaz de cumplir figura entre los más importantes ser capaz de incorporar a mi día a día más momentos plenos. Prescindir del ruido de fondo y ahondar más en el silencio interior que todos tenemos. Como seres sociales que somos vivimos volcados hacia afuera y eso nos separa cada vez más de nosotros mismos. Las obligaciones laborales y familiares que vamos incorporando tampoco ayudan. Tenemos la agenda llena de compromisos, citas, eventos y con frecuencia olvidamos preguntarnos a nosotros mismos qué es lo que nos apetece hacer en este preciso momento. A veces no podemos permitirnos ese lujo, porque las obligaciones no nos lo permiten. Otras veces nos da pudor hacerlo porque nos enseñaron que está mal pensar en uno mismo antes que en los demás. Nos programaron para eliminar nuestro lado egoísta, pero nadie se encargó de enseñarnos que, cuidar de nosotros, sentirnos bien, es la mejor manera de cuidar de los demás.
